Según dice un viejo adagio, el artista es un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración. Es el trabajo y no el chispazo puntual lo que te hace progresar en la disciplina.
Esa frase es religiosa. Dibuja al artista como el intermediario entre los pobres humanos y el mundo de la belleza. Lo retrata como un elemento puro en una pugna limpia en busca de una realidad inmutable. Todo eso es pura fé. Te lo crees, o no. Y como en cualquier fe, realmente hay que tener ganas -o ceguera- para creerla. Porque a poco que mires con detalle, esa idea límpida y refulgente del arte y el artista muestra el armazón que la sustenta.
Y sin embargo, esa imagen religiosa del artista persiste. Esa idea de que el arte, en sus diferentes fases, es todo uno, consecuente en y con cada cambio, es una idea común en el hombre de la calle. Es ciencia infusa. Nadie que no sea todopoderoso ha podido modificar el inalcanzable concepto del arte.
Sin embargo, también es saber común que algo pasa con el arte moderno. Algo extraño. Las dos ideas no encajan. La pureza en una mano y ese algo pasa en la otra. Se intuyen los síntomas pero nadie se pregunta la enfermedad. Sabemos que hay algo pero decidimos no mirar. Como si fueramos empujados como por uno de esos agentes que dicen “¡circule! ¡no hay nada que ver aquí!”. O más, como si nos hubieran convencido para empujarnos a nosotros mismos, diciendo “¡circule!”. Definitivamente, algo muy extraño.
No comments:
Post a Comment